La amante.

Hace unos años, conocí a una chica que era la dueña de una Agencia que colaboraba esporádicamente con la empresa para la que yo trabajaba.

Era simpática, guapa y pispireta. Sé que muchas de las que la conocían se morían de envidia, porque iba impecablemente vestida, perfumada y maquillada a cualquier hora del día, y esto a mas de una la hace ponerse verdecita de envida... de la mala.

Lograba, sin ningún esfuerzo, que el género masculino se girara al paso para observarla.

Una tarde, sin pretenderlo, una compañera y yo nos tropezamos con ella en el Parking en actitud muy cariñosa con el Director de la Empresa. Un hombre que casi le triplicaba la edad, casado y con hijas de su edad.

Mi compañera y yo nos hicimos las despistadas metiendonos rápidamente al coche, algo que no sirvió de nada, porque estaban tan ensimismados que ni siquiera se percataron de nuestra presencia.

Nosotras que hicimos mutis a esta situación y jamás lo comentamos con nadie, no podíamos evitar sonrojarnos cada vez que los veíamos juntos en la Cafetería de la empresa ó cuando ella solicitaba una reunión a mitad de mañana. Nos sentíamos participes de un secreto, sin querer serlo. "Ayy... que les van a pillar!!"

Incluso, cuando el enfermó y seguía al pie del cañón sin dejar de trabajar, ella iba a visitarlo asiduamente y el, al verla, parecía rejuvenecer. Carol y yo coincidiamos en que su cara se iluminaba al verla.

Dos años después, nosotras ya habíamos cambiado de trabajo y esta historia se fue desvaneciendo en nuestro recuerdo.

Un día Carol me llamó y me dijo que el Director había fallecido y que deberíamos ir al entierro, ya que sin duda había sido un jefe excelente.

Una vez allí, nos situamos al final de la iglesia junto con otros compañeros de trabajo.

A mitad de ceremonia y como lo hubiera hecho el mas sigiloso de los gatitos, ella entró por una de las puertas laterales. Iba tan elegante como siempre... y pese a que su cara mostraba unos marcados signos de fatiga emocional, seguía consiguiendo que algunos de los hombres que estaban cerca de ella, la miraran con media sonrisa... pese a las circunstancias.

Llevaba unas inmensas gafas negras, un pañuelo blanco y negro anudando al cuello y un abrigo entallado que le llegaba hasta mitad de la rodilla. Nada sexy pero increíblemente favorecedor.

Carol y yo nos miramos.

Al final de la liturgia, fuimos a dar el pésame a la familia y al salir de la Iglesia, ella estaba sola en una esquina, secándose los ojos con un kleenex.

Era obvio. Nadie le iba a dar el pésame a ella. Nadie conocía aquella historia que se había trenzado por el destino. Nadie iba a abrazarla como los amigos abrazaron a la esposa. Y nadie sabía... que ella también había perdido al amor de su vida.

Mai

Dedicado especialmente a Teresa.

Aunque jamás leas esto, Carol y yo te acompañamos en el sentimiento.

Por este secreto compartido.